Madrid, finales de los 60. Un grupo de cinco alumnos le protestamos por entender que su forma de evaluar -examen tradicional- estaba en franca contradicción con lo escuchado en sus clases: un tutor para pocos alumnos que ayudara y aconsejara, amplia bibliografía donde poder escoger lo que más interesara, redacción de trabajos, comentarios de noticias de la prensa diaria, en fin, todo lo que se hacía en las universidades americanas donde él enseñaba literatura española como profesor invitado desde que separaron a determinados catedráticos de la Universidad Complutense.
Después de escucharnos aténtamente, cabizbajo y reflejando cierto sentido de culpabilidad, nos pidió, por favor, mantener una conversación más prolongada y tranquila en otro momento y lugar. Nos encontramos a los pocos dias en una cafetería de la calle Princesa, donde nos invitó.
Fue una reunión agradable y amena, amable. Después de preguntarnos por nuestra procedencia, de comentar detalles de nuestros respectivos lugares -a tí no te tengo que preguntar, por la forma de hablar seguro que eres andaluz, me dijo- nos sugirió la posibilidad de que realizáramos un nuevo examen; no era su intención comprarnos, nos comentó, sino resarcirnos de lo que reconocía como su culpa.
Efectivamente, nos avinimos a realizar otro examen unos dias después. Consistió en contestar a una de las cinco preguntas que nos puso, la que cada uno escogiera. Luego nos explicaría que las preguntas eran de menor a mayor dificultad. La más compleja, que ninguno de nosotros escogió, fue:
Suponga que es usted catedrático de Estructura Económica ¿qué prueba haría para evaluar los conocimientos de sus alumnos?.
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