martes, 5 de julio de 2011

La rivera

Don José era el alma de La Academia de mi pueblo, humilde colegio privado donde estudiamos el bachillerato los –pocos- niños y –aun menos- niñas que pudimos hacerlo, gracias al esfuerzo y dedicación de un reducido y excelso grupo de profesores del que formaba parte; a cambio de una reducida cuota mensual y de nuestra eterna gratitud, nos daban clase y nos aguantaban durante todos los días lectivos del curso escolar. Cada mes de junio debíamos ir, normalmente en coche alquilado, a Huelva para que nos examinaran, como libres, en su entonces único Instituto (todavía, cincuenta años después, siento cosquilleo en el estómago al pasar por su puerta).

Era don José (le tomo prestada la frase a mi admirado Pedro Salinas cuando se refiere en uno de sus ensayos a paisanos que podían encontrarse en los campos andaluces o castellanos de su tiempo) “persona cabal en su humanidad, digna en su conducta y tan atinada en su juicio como muchos hombres rebosados de instrucción”. Sin apenas estudios reglados, aprendió francés e inglés, según supimos por confidencias, en la cárcel, de la mano de compañeros de infortunio. Fue injustamente condenado después de la guerra civil y estuvo preso durante un largo periodo de tiempo. Luego, casi toda una vida de abnegación, trabajo honrado y silencio. Ya casi en plena democracia, supimos –y no por él- que había sido concejal republicano hasta el mismo día en que el golpe de estado de 1936 trajo la desgracia y el desastre. Le gustaba la naturaleza. Cultivaba su huerta, de la que volvía diariamente de hacer sus correspondientes faenas antes de las nueve de la mañana, hora en la que abría, con absoluta puntualidad, las puertas de La Academia.

Al espacio central de la nave en que se ubicó durante un tiempo el colegio le llamaba don José, con su especialísima ocurrencia para dar nombres, la rivera: ancho pasillo del salón, anteriormente dedicado a una modesta fábrica de zapatos. Y a la rivera nos mandaba castigados de rodillas (métodos "educativos" de la época) cada vez que infringíamos lo establecido; en muchas ocasiones debíamos cargar con un silenciador, de tamaño acorde con la falta, para ser traducido durante el cumplimiento de la pena. Los silenciadores -así llamados para mantenernos callados haciendo la tarea- eran recortes de periódicos, para la mayoría de nosotros franceses, que debíamos traducir al castellano.

-Fulanito, ¡a la rivera!. ¡Verás cómo se te quitan las ganas de hablar!

Era la potente voz de don José mandando a quien hubiese hablado en tiempo de silencio o hubiese hecho alguna travesura o no hubiese traído los deberes hechos, al pasillo del salón con su correspondiente silenciador.

Y a la rivera se iba uno, con más gloria que pena, a cumplir el castigo.







Datos personales

Mi foto
Nací en Valverde del Camino (Huelva) en diciembre de 1948. A los 17 años me fuí a estudiar a Madrid, donde viví hasta los 30. Me trasladé a Huelva y luego, con un intermedio de algún tiempo en Granada, a Sevilla, donde vivo ahora. ¿Desconcertado? Por la desorientación y perplejidad que me producen situaciones que he conocido o vivido, por comprobar que casi siempre la realidad supera a la ficción."En los blogs se busca el relato en primera persona, que es en torno a lo que pivota el sistema informativo de Internet".Me gustó esta frase y la suscribo.