En mi niñez los juegos se desarrollaban en la calle; sólo en casos de lluvia fuerte en invierno o en las horas de calor más intenso del verano, nos dejaban dentro de las casas. Quitando las horas del colegio, todo el día en la calle. Cada estación del año tenía sus juegos característicos. Los bolinches, el torito salvar o el esconder, los burritos cailones, a las que se tire el ama, los patines (fabricados con cojinetes usados como ruedas), la trompa, el marro (la pata marro, cuchillo viejo...), la rueda, el pincho (sobre suelo de barro dibujado como la rayuela que jugaban las niñas), el hoyo, el fútbol, los apedreítos y algunos juegos más cuyos nombres ahora no recuerdo, tenían su momento a lo largo del año para practicarse.
A uno de esos juegos, característico, especial, se le llamaba en mi pueblo la tángana. Recibe comúnmente el nombre de taba. A modo de dado, se usaba un huesecillo que recibía aquel nombre y que tenía cuatro lados, conocidos por nosotros como rey, verdugo, palo y panza. Cada participante, de forma correlativa, tiraba sobre el suelo la tángana y se veía el lado que quedaba hacia arriba que era lo que le correspondía. Una vez obtenidos los puestos de rey y verdugo, que eran los más apreciados, el agraciado que obtenía en su tirada palo, recibía del verdugo tantos correazos en la palma de la mano, en número e intensidad -y éste factor era a veces más importante- como le hubiese ordenado el rey. Si sacabas panza no te pasaba nada y tiraba el siguiente. La correa que se usaba era el cinturón de cuero que prestaba alguno de los participantes en el juego.
Las reacciones de venganza eran a veces extraordinarias; ¡prepárate para cuando yo sea rey o verdugo! se decía uno para su adentro cuando alguno se pasaba. Sin embargo, nunca llegaba la sangre al río. Éramos niños y seguíamos jugando y disfrutando, tan amigos.