Vi la palabra escrita por primera vez en una cartulina de la churrería a la que suelo ir de La Alfalfa, cuna de la Sevilla romana. Me llamó la atención, porque no la había escuchado nunca. Churro (en mi experiencia, la más común), calentito (se decía en mi niñez), tejeringo (la escuchaba en Huelva) sí, pero... ¿cohombro? no me sonaba. Y, efectívamente, en la tercera acepción de la palabra dice nuestro diccionario de la Academia: churro.
Desde niño me han gustado los churros, especialmente si se parecen a los buñuelos que se hacían -y aún se siguen haciendo- en mi pueblo; por algo son de la misma madre. Y suelo ir a tomarlos de vez en cuando, no todos los días, que cargan el estómago, a distintos sitios del lugar donde me encuentre. Me gustan calientes y relativamente delgados, no fríos o gordos (las porras) como acostumbran a tomarlos mucha gente en Madrid. Más ricos para mí los "largos" de "rueda" que los de "papa" (ya algunos, en plan finoli, les llaman de "patata", cuando ese fruto ni lo huelen). Los he comido riquísimos en diferentes sitios, aunque a veces me he encontrado sorpresas desagradables. El punto de la masa (buena harina y bien amasada) y del aceite (buen aceite y a su justa temperatura) y el arte de freírlos no son fáciles de conseguir. Una breve y espontánea tertulia con los parroquianos mientras despachan, buen café con amigos alrededor de un velador y buen tiempo, son complementos que engrandecen el saboreo de los calentitos.
Y, en fin, la ración suficiente de cohombros. No es bueno, como con todo lo exquisito, hartarse.
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