Esos eran los nombres de los riscos existentes en nuestro lugar favorito para jugar. Y en verdad eran altos y escarpados, difíciles y peligrosos para andar por ellos. El apedreo -apedreíto para nosotros- era el juego favorito; no con piedras, éramos algo menos brutos, sino con barro pimpote, el que quedaba bien compactado formando una bola casi perfecta al moldearlo con las manos. También nos divertíamos jugando al esconder y escalando por los sitios más difíciles.
La Campana era aparentemente más fácil de conquistar, se subía con facilidad por la parte delantera, pero una caída o un resbalón por detrás terminaba en pierna partida con total seguridad.
La Campana era aparentemente más fácil de conquistar, se subía con facilidad por la parte delantera, pero una caída o un resbalón por detrás terminaba en pierna partida con total seguridad.
El Avión, justo enfrente, tenía lo que imaginábamos como una cabina para el piloto y sus acompañantes. Era el primero que tomábamos al llegar del pueblo.
El Risco del Señor tenía güasa. Espigado, alto, sin agarraderas; los miedosos no se atrevían con él. Se consideraba de gran valor saltar desde su cima de una vez o escalarlo por detrás.
Momentos felices de un grupo de niños que jugaban en Los Riscos Tintones.